Capítulo VIII 

 

Sumisión

 
 

           La primera noche de luna fría en que el lobo del Tallar llamó a reunirse a su manada, cuando las primeras nieves asomaron a las sierras, muy pocos aullidos contestaron. La manada había mermado. Al lado del gran macho, la vieja loba, el lobo que había resultado herido en la espaldilla, el Blanquino y tres lobatos, supervivientes de ese mismo año. Nadie más respondió. Apenas sin territorio y acosados por la poderosa manada rival, los demás lobos se habían alejado, habían partido hacia otros lugares, buscando los unos establecer manada nueva, o bien, en el caso de las hembras jóvenes, incorporarse a otra lobada que pudiera admitirlas o emparejarse con algún otro lobo divagante. A los lobos no les gusta caminar solos.

           La manada del Tallar quedaba debilitada y expuesta a sus enemigos. El invierno iba a ser muy duro. El gran lobo sabía que no tendría más remedio que combatir. El macho rival e invasor lo buscaba.

           Había rehuido el combate mientras no fue necesario, pero ahora no quedaba más salida. Lo decían todas las marcas. Lo exigía el celo. Los lobeznos que nacieran en las loberas de la fuente del Jabalí o de la Tejonera no podían abrir los ojos sin un territorio en el que sus padres pudieran alimentarlos.

           El lobo del Tallar sabía que el lobo del Badiel no iba a permitir que en todo aquel espacio hubiera otros cachorros que no fueran los suyos. Había encontrado nueva compañera, la loba más fuerte, que se había impuesto a todas las rivales, la que tendría el deber y el privilegio de aparearse. Pero la pareja rival había de ser aniquilada. La manada invasora cruzó la cárcava y se estableció, como si fuera suyo, en la totalidad del cazadero de los lobos del Tallar. Buscó el enfrentamiento, y sabiéndose mucho más poderosa, proclamó con aullidos su reto. En Naguafría el lobo invadido hubo de plantar cara.

           Los dos machos se acercaron, con sus respectivas manadas observándoles a distancia, los unos entre los chaparros de un pequeño montículo, los otros en una praderilla con algunos juncos y espinos albares. Se aproximaron el uno al otro, las colas enhiestas, en señal de dominio y poderío. No las levantaban del todo como hacen los jóvenes lobos en sus juegos y escarceos de lucha, sino que las mantenían casi horizontales, pero claramente erguidas. Con las orejas enveladas, alargaron el cuello y se fueron acercando. Se medían. Eran de parecida corpulencia. Quizás algo más joven el del Badiel, más grande el del Tallar, de formas más macizas el primero y más esbeltas el segundo.

           Se mantenían frente a frente, inmóviles, observándose con enorme fijeza. El del Badiel dio el primer paso hacia delante, el del Tallar lo imitó. Se fueron aproximando lentamente y, a medida que lo hacían, los belfos de ambos se fruncían descubriendo sus afilados caninos. Sus orejas se amusgaron, retrayéndose, hasta quedar pegadas a la pelambre del cogote. Llegaron a rozarse. Hocico contra hocico, gruñéndose torvamente. Se medían, pero ninguno daba aún el paso definitivo del ataque. Giraron sin perderse la cara. Despacio, muy despacio. Calculando cada pisada. Entonces hubo un último gesto. Las orejas del lobo del Badiel se proyectaron hacia delante, el gruñido se hizo más cavernoso. El gesto se reprodujo de inmediato en el macho del Tallar. Y, ambos, poseídos de la furia, se lanzaron el uno contra el otro, buscándose la yugular. Cada uno intentaba sujetar al otro con las patas delanteras. El del Tallar pareció cobrar ventaja. Estuvo por un momento arriba, sobre la espalda del otro, pero el macizo macho enemigo respondió con una dentellada a los ijares. El revoltijo de gruñidos resultó luego espantoso. Crujió un hueso, pero los dos seguían enzarzados y cada cual había hecho presa en el otro.

           Las heridas manaban sangre. Su olor enardecía, aún más, a los luchadores y estremecía a sus manadas que los contemplaban inmóviles. Todos sabían que aquella pelea no se resolvería con una simple sumisión, con una de aquellas rendiciones pactadas por el código ancestral del lobo, para establecer la jerarquía. El vencedor quedaría dueño de todo el territorio del otro y de su manada. Al perdedor sólo le quedaría la huida para salvar la vida.

           Y el macho del Tallar ya sabía que aquella posibilidad no existía para él, pues el crujido había sido de una de sus patas, que acababa de cascarse como una caña entre las mandíbulas de su enemigo. Éste sangraba profusamente en la espaldilla donde él había hecho presa. Un mordisco muy doloroso, pero que no le mermaba para la pelea como él lo estaba. El macho rival se lanzaba ahora con toda su maciza osamenta a un asalto definitivo, y esta vez logró derribarlo. Intentó escabullirse e incorporarse, pero el otro ya no se lo permitió. El viejo macho del Tallar trató ahora de proteger su cuello, pero no pudo evitar la presa del otro en él. Sus mandíbulas no consiguieron más que agarrarse tras la oreja de su enemigo y desgarrarla. Pero estaba ya vencido. Aún peor, la dentellada en la yugular era fatal. Estaba muerto. Y el lobo del Badiel no soltó ni aflojó un ápice la presión de su dentellada hasta que el cuerpo quedó inerte, hasta que ni un solo músculo de las patas traseras se movió en sus agónicos estertores. Cuando así lo hacía el lobo agonizante, su vencedor lo zamarreaba con enorme furia, para acelerar su final y su victoria.

           Al fin, cuando tuvo la certeza de su muerte, lentamente lo soltó. Se irguió envarándose sobre sus cuatro patas y rígida la cola y amusgadas las orejas hizo proclamación de su poder y de su triunfo y exigió la sumisión. Los de su manada así lo hicieron uno a uno, primero la hembra dominante, su pareja, que vino a lamerle los enrojecidos belfos, todavía retraídos en un gesto de amenaza, y que hacían blanquear más incluso los fieros colmillos. Luego vinieron los machos, con la cola agachada y avanzando con precaución a mostrar el reconocimiento a su dominio y a oler al enemigo muerto. El lobo dominante se mantenía inmóvil. Ahora miraba hacia donde sabía que estaba la manada perdedora.

           Se puso en movimiento y seguido de los otros lobos de su clan se dirigió hacia ellos. La loba y los cachorros del año habían desaparecido. La hembra vieja, cuando vio el fin de su macho y antes incluso de que éste cesara en sus movimiento espasmódicos, había huido. La hembra madre del Tallar intuía que el macho triunfador vendría contra ella y tal vez sus lobatos también corrieran peligro. La vieja loba huyó. Marchó hacia el río y lo cruzó. Sabía que aquel cazadero ya no era suyo y que jamás podría volver. Se internó con los lobeznos por la estepa. Ella ya no volvería a parir en las piedras sobre la fuente del Jabalí ni en la vieja Tejonera de la cárcava. Ella ya no volvería a tener cachorros y ahora todo lo que podía intentar es que aquellos tres sobrevivieran.

           Los dos lobos jóvenes, el herido y el Blanquino, no huyeron con ella. Se quedaron quietos, esperando a la manada rival que les cercaba. El gesto de ambos era de profunda ansiedad, con las orejas hacia atrás, la boca cerrada y comprimida y la cola inclinada hacia el suelo. El lobo del Badiel se les vino encima. Se aproximó primero al lobo un año más viejo que el Blanquino, el que había resultado herido en el anterior enfrentamiento. Éste achantó su cuerpo y, caminando encogido, reptando casi y con el rabo entre las patas traseras, se acercó hacia el dominante. El gran macho puso una pata sobre él y gruñó mostrándole los dientes. El lobo sometido hizo un último gesto de sumisión, se tumbó sobre su espalda dejando al descubierto la endeble piel de la barriga, las ingles, los genitales y ofreciendo el cuello. El macho seguía fieramente encima. Entonces el lobo humillado orinó y aquello fue, al fin, lo que pareció calmar al vencedor, que lo dejó aparte y se dirigió con el mismo alarde de intimidación hacia el Blanquino.

           El joven lobo, que iniciaba su segundo invierno, lo esperaba totalmente humillado, agazapado y con el rabo entre las patas, sin moverse. El otro repitió el gesto de la pata y se puso sobre él haciéndole que aún se encogiera más. El Blanquino siguió inmóvil, sin un gesto que pudiera desatar la agresión. Finalmente el gran macho quedó satisfecho y se marchó.

           Los dos supervivientes de la manada del Tallar quedaban pues absorbidos por la manada triunfadora. Se habían sometido al jefe. Pero los lobos sabían que les quedaba mucho más y que su calvario no había hecho sino empezar. Los dos eran machos y los machos del Badiel entendieron que habían de someterse a todos ellos. Todos y cada uno de los lobos de la manada badielina iban a exigirlo todos y cada uno de los días. Los derrotados del Tallar ocuparían el último lugar en la lobada. Ante todos habrían de humillarse a cada momento y a cada instante en que los del Badiel así lo requirieran. No era algo novedoso para ellos, en su propia manada y ante sus superiores también lo hacían, pero en la suya cada cual conocía bien su lugar y la tensión era menor. En la nueva manada, a cada paso se desataba el conflicto y se exigía el sometimiento de los recién llegados. El lobo de tres inviernos que había sido herido en la primera confrontación entre los clanes no aguantó mucho tiempo. Primero combatió y hasta escaló algún puesto en la manada, pero era cada vez más acosado. Estaba al borde de alcanzar la madurez total y, tras un nuevo combate que esta vez perdió, optó también por la huida. Como la loba vieja, cruzó el río y se marchó por la estepa. Tal vez tras la huella de su madre.

           El Blanquino se quedó. A él, más joven, lo molestaban menos. En la manada había bastantes lobos de su edad y ninguno del año anterior, en que la manada no había tenido cachorros. Era quizás el más joven en edad, pero pronto descubrieron que entre los pequeños era el más fuerte, el más avezado, y uno a uno fue poniéndoles patas arriba a todos. El Blanquino había sido criado en exclusiva por su madre y había comido más y mejor, además de haber adquirido antes las artes de la caza. A pelear no le quedó más remedio que aprender. Aunque no se había sometido a ninguno de sus hermanos y a estos nuevos compañeros fue él quien consiguió doblegarlos a todos. Cuando el invierno entró de lleno y con toda su crudeza, el Blanquino ya tenía un mejor puesto en la manada. Y tan sólo cedía ante los lobos de tres o más años y, por supuesto, ante el líder.

           Su mejor conocimiento del territorio hizo que protagonizara algunos éxitos en la caza común. Pero eso no fue del todo bueno para él. El macho dominante lo comenzó a emplear como adelantado en cualquier paso peligroso o para adentrarse en cualquier lugar del que se recelara. El Blanquino se convirtió en el que abría las sendas. Y, en muchas ocasiones, el que abre las sendas no es quien entre los lobos dirige la manada, sino quien se expone a los peligros de los que quiere hurtarse el que domina. Sobre todo del peligro de la manada de los hombres, a la que el lobo del Badiel temía mucho más de lo que la había temido el lobo del Tallar y mucho más incluso de lo que la temía el Blanquino.

           Fue por aquello, por caminar delante y por los pasos descubiertos, los claros del bosque y los lugares donde se hacían más visibles, por lo que los hombres de Tari comenzaron a reconocer al lobo de pelaje más blanco y a contar cosas sobre él. El joven de Tari lo conocía, y en la hoguera una noche lo dijo:

           —Es el cachorro que salvó la loba cuando quemamos su camada de la fuente del Jabalí. Lo he visto con ella muchas veces.

           —Ahora es él quien dirige la manada —señaló otro muchacho—. Siempre lo vemos caminar delante de los demás.

           —Ésa ya no es la manada del Tallar. La vieja loba ya no está. Ni el macho grande tampoco. Son otros. El lobo Blanquino va con ellos. Pero no es él quien los manda. Es quien va delante, quien se asoma primero a campo abierto y quien se expone a nuestras lanzas. Esa manada no es la suya y no lo quiere.

 La codorniz
 
 

           La codorniz, recién llegada, cantó en la noche. En el crepúsculo había reclamado el cuco, y luego, ya en la sombra, había elevado su voz el autillo. Pero en la oscuridad sin luna, apenas entibiada por las estrellas, se alzó la llamada de la codorniz. Y el joven de Tari no quiso que callara. Deseó que su llamada se repitiera y ella cumplió su deseo. A intervalos elevó su voz y acompañó el aguardo del muchacho que sabía que aquella llamada era para que su hembra acudiera. Él sentía también que debía lanzar esa llamada y que allí en la cabaña del poblado había quien la escuchaba. Al fin se decidió a incorporarse y dejó su acecho. Se fue por la sobada trocha por la que no habían querido venir ni el corzo en el día ni el jabalí en la noche y lo que le despidió de la pequeña juncada junto a la fuente fue de nuevo la vocecilla briosa y cálida de la pequeña ave que sólo canta cuando las noches son cortas y el sol alto.

 

           El joven de Tari deseaba llegar cuanto antes a la cabaña y sentir la voz de una hembra. Pero aquella que quería oír no era la de su hembra.